viernes, 7 de marzo de 2014

Mi pais inventado - Isabel Allende



 
Mis vacaciones ideales son en una silla bajo un quitasol en mi patio, leyendo libros sobre aventureros viajes que jamás haría a menos que fuera escapado de algo.

Tengo poco entrenamiento para la reflexión, pero en las últimas semanas me he sorprendido pensando en mi pasado con una frecuencia que sólo puede explicarse como signo de senilidad prematura.  

Varias veces me he visto forzada a partir, rompiendo ataduras y dejando todo atrás, para comenzar de nuevo en otra parte; he sido peregrina por más caminos de los que puedo recordar. De tanto despedirme se me secaron las raíces y debí generar otras que, a falta de un lugar geográfico donde afincarse, lo han hecho en la memoria; pero, ¡cuidado!, la memoria es un laberinto donde acechan minotauros.

La infancia feliz es un mito; para comprenderlo basta echar una mirada a los cuentos infantiles, en los cuales el lobo se come a la abuelita, luego viene un leñador y abre al pobre animal de arriba abajo con su cuchillo, extrae a la vieja viva y entera, rellena la barriga con piedras y enseguida cose la piel con hilo y aguja, induciendo tal sed en el lobo, que éste sale corriendo a tomar agua al río, donde se ahoga con el peso de las piedras. ¿Por qué no lo eliminó de manera más simple y  humana?, pienso yo. Seguramente porque nada es simple ni humano en la niñez.

La raíz de mi problema siempre ha sido la misma: incapacidad para aceptar lo que a otros les parece natural y una tendencia irresistible a emitir opiniones que nadie desea oír, lo cual ha espantado a más de un potencial pretendiente. (No deseo presumir, nunca fueron muchos)

Sin el desasosiego de sentirse diferente no había necesidad de escribir. La escritura al fin y al cabo, es un intento de comprender las circunstancias propias y aclarar la confusión de la existencia, inquietudes que no atormentan a la gente normal, sólo a los inconformistas crónicos, muchos de los cuales terminan convertidos en escritores después de haber fracasado en otros oficios.


Envejeció armado por la inteligencia y reforzado por la experiencia. Murió con una mata de pelo blanco y su mirada azul tan perspicaz como en la juventud. ¡Qué difícil es morirse!, me dijo un día, cuando ya estaba muy cansado del dolor de huesos.


Las chilenas son cómplices del machismo: educan a sus hijas para servir y a sus hijos para ser servidos. Mientras por una parte luchan por sus derechos y trabajan sin descanso, por otra atienden al marido y a los hijos varones, secundadas por sus hijas, a quienes les inculcan desde pequeñas sus obligaciones. Las chicas modernas se rebelan, por supuesto, pero apenas se enamoran repiten el esquema aprendido, confundiendo amor con servicio. Me entristece ver a esas muchachas espléndidas sirviendo a los novios como si éstos fueran inválidos. No sólo les ponen la comida en el plato, también se ofrecen para cortarles la carne.


Uno de mis antepasados rezaba de rodillas después de cada violación: “Señor, no fornico por gusto o por vicio, sino por dar hijos a tu servicio…”

Mi abuela Isabel no creía en brujas, pero no me extrañaría que alguna vez intentara volar en escoba, porque asó su existencia practicando fenómenos paranormales y tratando de comunicarse con el Más Allá, actividad que en aquella época la Iglesia católica veía con muy malos ojos.

Ella sostenía que existen múltiples dimensiones de la realidad y no es prudente confiar sólo en la razón y en nuestros limitados sentidos para entender la vida; existen otras herramientas de percepción, como el instinto, la imaginación, los sueños, las emociones, la intuición. Me introdujo al realismo mágico mucho antes que el llamado boom de la literatura latinoamericana lo pusiera de moda.

¿Qué importa si en realidad sucedieron o si los he imaginado? De todos modos, la vida es un sueño.

Las sesiones de mi abuela me parecen más razonables que las mandas

En un intento de imitar la casona de mis bis-abuelos, la hemos deteriorado mediante esforzada y dispendiosa labor de atacar las puertas a martillazos, manchar los muros con pintura, oxidar los hierros con ácido y pisotear las matas del jardín. El resultado es bastante convincente; creo que más de un ánima distraída puede instalarse entre nosotros, engañada por el aspecto de la propiedad. Durante el proceso de echarle siglos encima, los vecinos observaban desde la calle con la boca abierta, sin entender para qué construimos una casa nueva si queríamos una vieja.

La memoria es siempre borrosa, no podemos fiarnos en ella

Se ha dicho mucho que somos envidiosos, que nos molesta el triunfo ajeno. Es cierto, pero la explicación no es envidia sino sentido común: el éxito es anormal. El ser humano está biológicamente constituido para el fracaso, prueba de ello es que tiene piernas y no ruedas, codos en lugar de alas y metabolismo en vez de baterías. ¿Para qué soñar con el éxito si podemos vegetar tranquilamente en nuestros fracasos? ¿Para qué hacer hoy lo que se puede hacer mañana? ¿O hacerlo bien si se puede hacer a medias?

Según predicaba mi abuelo, la vida fácil produce cáncer, en cambio la incomodidad es saludable; recomendaba duchas frías, comida difícil de masticar, colchones apelotonados, asientos de tercera clase en los trenes y zapatones pesados.

No podía disimular mi desprecio por la mayoría de los muchachos que conocía, porque me parecía evidente que yo era más lista. (Me costó varios años aprender a hacerme la tonta para que los hombres se sintieran superiores. ¡Hay que ver cuánto trabajo requiere eso!)

Quien desee conocer el temperamento chileno debe usar el transporte colectivo en Santiago y viajar por el país en bus, la experiencia es muy instructiva. A las micros suben cantantes ciegos y vendedores de agujas, calendarios, estampas de santos y flores, también magos, malabaristas, ladrones, locos y mendigos. En general los chilenos andan malhumorados y no cruzan miradas en la calle, pero en las micros se establece una solidaridad humana como había en los refugios antiaéreos en Londres durante la Segunda Guerra Mundial.

Así eran mis libros favoritos y todavía lo son: personajes apasionados, causas nobles, atrevidos actos de valor, idealismo, aventura y, en lo posible, lugares lejanos con pésimo clima como Siberia o algún desierto africano, es decir, sitios donde no pienso ir jamás de visita. Las islas tropicales, tan placenteras en las vacaciones, son un desastre en la literatura.

En mi infancia y juventud percibía a mi madre como una víctima y decidí muy temprano que no quería seguir sus pasos. Me parecía que haber nacido mujer era una evidente mala suerte; mucho más fácil resultaba ser hombre. Eso me llevó a convertirme en feminista mucho antes de haber oído la palabra. El deseo de ser independiente y de que nadie me mande es tan antiguo, que no recuerdo ni un solo momento sin que guiara mis decisiones. Al mirar al pasado, comprendo que a mi madre le tocó un destino difícil y en realidad lo enfrentó con gran valor, pero entonces la juzgué débil, porque dependía de los hombres a su alrededor, como su padre y su hermano Pablo, quienes controlaban el dinero y daban las órdenes.

Se suponía que yo debía graduarme de la secundaria, mantener a mi novio con las riendas cortas, casarme antes de los veinticinco—después ya no había caso—y tener hijos rápidamente para que nadie pensara que usaba anticonceptivos.

Me enseñaron desde niña a ser discreta y fingir virtud. Digo fingir, porque aquello que se hace para callarlo no importa, mientras no se sepa. En chile sufrimos de una forma particular de hipocresía: nos escandalizamos ante cualquier tropiezo del prójimo, mientras cometemos pecados bárbaros en privado. La franqueza nos choca un poco, somos disimulados, preferimos hablar con eufemismos.

Me sentía asfixiada, presa en un sistema rígido, tal como lo estábamos todos, especialmente las mujeres que me rodeaban. No se podía dar un paso fuera de las normas, debía comportarme como los demás, fundirme en el anonimato o enfrentar el ridículo.

No hay feminismo que valga sin independencia económica. Como decía mi abuelo: quien paga la cuenta es quien manda.

Me di cuenta que esperar que te respeten por ser feminista es como esperar que el toro no te embista porque eres vegetariana.

Sin embargo ahora la política no nos apasiona; sólo nos referimos a ella para quejarnos del gobierno, una de las actividades nacionales favoritas.

Existen al menos tres idiomas oficiales; el educado, que se usa en los medios de comunicación, en asuntos oficiales y que hablan algunos mientras de la clase alta cuando están en confianza; el coloquial, que usa el pueblo, y el dialecto indescifrable y siempre cambiante de los jóvenes. El extranjero de visita no debe desesperar, porque aunque no entienda ni una palabra, verá que la gente se desvive por ayudarlo. Además hablamos bajito y suspiramos mucho.


En la vejez mi abuelo se negó a ponerse un aparato auditivo, porque consideraba que lo único bueno de su mucha edad era no tener que escuchar las tonterías que dice la gente.

Así es la nostalgia: un lento baile circular.

La memoria está condicionada por la emoción; recordamos más y mejor los eventos que nos conmueve, como la alegría de un nacimiento, el placer de una noche de amor, el dolor de una muerte cercana, el trauma de una herida.

Al contar el pasado nos referimos a los momentos álgidos—buenos o malos—y omitimos la inmensa zona gris de cada día.

Dicen que el proceso cerebral de imaginar y de recordar se parecen tanto, que son casi inseparables. ¿Quién puede definir la realidad? ¿No es todo subjetivo? Si usted y yo presenciamos el mismo acontecimiento, lo recordaremos y lo contaremos en forma diferente.

Son sólo recuerdos que me asaltan y que, de tanto acariciarlos, van tomando consistencia material.

Los libros más populares son los manuales: como convertirse en millonario en diez lecciones fáciles, cómo perder quince libras en una semana, cómo sobreponerse al divorcio, etc. La gente siempre anda buscando atajos y escapando de lo que considera desagradable: fealdad, vejez, gordura, enfermedad, pobreza y fracaso en cualquier aspecto.

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