miércoles, 15 de enero de 2014

Demasiados héroes - Laura Restrepo



-En Bogotá tu padre se me volvió invisible—le confiesa Lorenza a su hijo
-Cómo invisible. Nadie se vuelve invisible
-Tal vez yo andaba demasiado ocupada contigo, con el trabajo, con la familia, a lo mejor conmigo misma. Además suele suceder entre gente muy unida en tiempos de peligro. Pasa el peligro y descubren que sólo eso los unía.

Lolé, con este podemos formar una buena familia y estar contentos, sí,  este sí, le prometía ella, este sí es para siempre. Pero siempre hubo otro más, siempre hubo uno nuevo, y volvía a empezar el amor eterno y el alquiler de casa en algún vecindario de una ciudad cualquiera, y la ilusión de una rutina de bus del colegio, de visitas regulares al dentista, la certeza de poder pedir cada domingo el plato favorito en el restaurante de la esquina, la tranquilidad de saberse de memoria los teléfonos de unos amigos que van a seguir siendo los mismos, y Mateo y Lorenza pegaban fotos de caballos en las paredes del cuarto de él, sembraban plantas en macetas, le ponían nombre a un gato y conseguían una bicicleta de segunda que pintaban para que quedara como nueva porque ahora sí, ahí iban a permanecer mucho tiempo, a lo mejor para siempre.

Lorenza había empezado a comprender las implicaciones de criar un hijo para quien el padre no es más que un fantasma, alguien que se esfuma después de hacer un daño.

De todos los lenguajes posibles, el de los sueños del hijo era lo que más hubiera querido descifrar, pero era una jerga traída por vientos de otros mundos, un diálogo a oscuras con seres para ella desconocidos.

Hubo un tiempo en que fui hermoso y fui libre de verdad

-Dale, kiddo, de una vez, que te pasa—trato de animarlo--, que somos, ¿héroes o payasos?—la frase era del papaíto, el padre de ella; siempre que tenía que arriesgarse la repetía ¿héroes o payasos?

Los recuerdos que tenía de su padre en realidad no los tenía él, sino que los tenía su madre, y tener que estar preguntándole a ella era peor que andar pidiendo prestado el cepillo de dientes.

Para imaginarme a mi padre pienso en personajes de televisión, como el poderoso venado rey de cuernos enormes que aparece al final de la película Bambi. Y por qué no, si todo el mundo tiene derecho a pensar que su papá es un buen tipo. Féliz Romero, uno de mi salón, repite mucho esa frase, a pesar de que acusan a su viejo de mafioso. Y si Romero opina bien de su papá, yo tengo derecho a pensar que el mío es un ciervo.

¿Cómo convertir ahora la obsesiva desazón en un recuerdo sereno, y el recuerdo en palabras? Lorenza no sólo había entregado voluntariamente al niño, sino que lo había preparado, paso a paso, para el extraño sacrificio de perderlo para siempre.

Pudo haber evitado y no evitó. Pudo haber visto y no vio. Pudo haber sabido y no supo. Pudo haber impedido, y no impidió. El sonsonete aturde la mente de Lorenza

-Dicen que una muerte que de verdad te importa no te hace llorar, sino que te derrota—le dijo ella

-No es cuento, es una alergia. Alergia a las lágrimas, que me queman la piel. Al fin de cuentas son gotas de agua salada.
-A lo mejor tienes una personalidad marcada por esa alergia.
-A lo mejor. Los que pueden derramar la lágrima no salen corriendo cuando tienen una pena, sino que se quedan quietos y la lloran hasta que la domestican
-Y en cambio tú saliste corriendo en vez de ir al entierro de tu padre. Pero no me convence, eso de las lágrimas no explica nada.

-Haz de cuenta que el partido fuera una mezquita, que los sentimientos y todo lo personal fueran los zapatos, y que al entrar a la mezquita tuvieras que dejar en la puerta los zapatos. Cuando murió el papaíto no se lo conté a nadie, y unos días después estaba tomando el  avión para Buenos Aires.
-Raro, Lorenza, raro, raro, raro. Trata de explicármelo.
-Pero antes termino mi té, en calma. No sabes cuánto disfruto una taza de buen té. En calma.

Solía sucederles así, ya no caminaban abrazados pero la conversación entre ellos era tan envolvente como un abrazo, tan cerrada que el tiempo se les iba sin saber cuándo y el mundo quedaba relegado a telón de fondo, y así siguieron caminando por ahí, a la buena de Dios, a ratos divertidos, a ratos tirándose los trastos por la cabeza, y cuando ella creyó reconocer a Santa Fe, estaban en cambio otra vez en Avenida de Mayo.

Si este es el frío de la vida, como será el de la muerte, decía tu papá; para quién sabe de dónde habría sacado ese dicho. Le gustaba repetirlo siempre que hacía frio.

En cambio Ramón al principio no me hizo falta, a lo mejor durante años ni siquiera me di cuenta de que no estaba, o me daba cuenta por ratos y enseguida lo olvidaba, hasta que un día me di cuenta de toda la falta que me había hecho sin que me diera cuenta. Si se hubiera despedido, todo habría sido más claro.

La muerte de un ser amado es cosa atroz, pero al fin y al cabo cerrada, concluida, sin vueltas hacia atrás ni hacia adelante. En cambio su desaparición es una puerta abierta hacia la eterna expectativa, hacia la no respuesta, la incertidumbre, lo fantasmagórico, y no hay cabeza ni corazón humanos que puedan sufrirla sin acercarse en mayor o menor medida al delirio.

-Astuto, ese Haddad—dice Mateo
-Sí, pero ahí entraba a jugar otro supuesto: que la carta de Ramón sí fuera una carta de amor.
-Y si era una carta de amor, para qué montar semejante Misión imposible para rescatarme.
-Ahí está la cosa, kiddo; su carta podía ser de amor, pero sus actos eran de guerra

-¿Después de lo que pasó? Estás loca, si a mí con la flauta me fue como a los músicos del zar—le dijo, y le contó que si tocaban bien, el zar ordenaba que les llenaran los instrumentos de oro, y el de la flauta salía perdiendo, pero si llegaban a tocar mal, el zar ordenaba que les metieran los instrumentos por el culo, y el de la flauta salía ganando.

-Moraleja: no es lo mismo cranearse un golpe que golpearse el cráneo— se le ocurrió decir a ella, y les agarró un ataque de risa incontenible.

Hay cosas que se hacen porque sí—decía Schlink--, porque la conciencia se adormece, se anestesia, es decir, no porque tomamos tal o cual decisión, sino por que lo que decidimos es precisamente no tomar ninguna, como si la voluntad estuviera abrumada por la imposibilidad de encontrar una salida y decidiera parar de pedalear y rodar al ralentí mientras se lo permita el camino.

El abandono paterno nunca tiene buenas razones, y eso lo hace innombrable. Ninguna explicación basta, y eso lo hace inexplicable. Rodar al ralentí, decía ese párrafo de Schlink que bien hubiera podido aplicarse a la propia Lorenza.

Ramón: Este viaje a Buenos Aires me ha servido para confirmar lo que ya sabía, que nunca has estado y que tampoco estás ahora—decía la carta--. Has crecido en mí como un fantasma, como un miedo a la oscuridad y un odio por las verduras. Reconozco tu ausencia en esta adolescencia insegura y en esta timidez arrogante que me aísla de la gente. Pero afortunadamente no es sólo eso. También has crecido en mí como pasión por las montañas, los ríos, la nieve y la niebla. Cada vez que subo una montaña, creo recordar que alguna vez tuve padre. Me quedo con ese recuerdo y no te busco más. Ya no espero nada de ti.

No olía a lana de oveja ni a Drakkar Noir sino a eso, a chico de todos los días, en chanclas y tomando mate en su vecindario. Era la primera vez que lo veía así; siempre le había visto cara de algo, de clandestino, o de dirigente, o de guapo, o de argentino, o de enamorado. Y de pronto tenía cara de ser un muchacho cualquiera que le sonreía mientras le abría la puerta de una casa cualquiera, y recibía su maleta y la invitaba a seguir. Ella sintió que ese momento era importante. Significaba algo parecido a aterrizar en la vida normal, en la medida que tal cosa pueda existir en medio del horror generalizado.

-Llévele la corriente—le había indicado Haddad, que al ser experto en secuestros, sabía de manejos telefónicos con un enemigo que tiene en sus manos a tu ser querido--. Si él le dice que la ama, dígale que lo ama. Si él le dice que la extraña, dígale que lo extraña. Si él llora, llore. Pero si él se enfurece, no se enfurezca. Llórele de todas maneras, eso surte efecto. Digale que está arrepentida, que tanto él como el niño le hacen mucha falta. Óigame bien tanto él como el niño: no omita el él. No lo culpabilice, échese usted las culpas. Mienta y finja sin escrúpulos, que aquí lo decisivo es que la comunicación no se rompa, que se vaya prolongando y estrechando, para que sea un hilo que la lleve hasta el niño.

No necesitaba ponerle por fin palabras a esta historia hasta ahora marcada por el silencio. Siempre había sabido que tarde o temprano tendría que darse a la tarea, no quedaba más remedio, porque pasado que no ha sido amansado con palabras no es memoria, es acechanza.

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