De niño, en su Valencia
natal, nunca había demostrado maldad, y a menudo se había encontrado a sí mismo
defendiendo a aquellos cuya bondad los hacía vulnerables a la crueldad de los
demás; pues la bondad suele confundirse con la debilidad.
Para César, despojar a
un hombre de sus posesiones y sus riquezas, incluso de su vida, era un crimen
menos atroz que privarlo de su voluntad, pues, sin voluntad, los hombres se
convierten en meras marionetas de sus propias necesidades, en seres sin vida,
sin capacidad de elección, en bestias de carga sometidas al látigo de otro
hombre. Y César se había jurado que nunca se sometería a un destino así.
Lo que se obtiene sin
sacrificio no puede tener valor, Si no existiera una recompensa para nuestro
comportamiento, los
hombres se convertirían en estafadores que afrontarían el juego de la vida con
naipes marcados y dados trucados. No seríamos mejores que las bestias. Sin esos
obstáculos a los que llamamos desgracias, ¿qué recompensa podríamos encontrar
en el paraíso?
-Hay veces en que ya ni
siquiera sé distinguir la maldad -contestó-. ¿Acaso sabes tú lo que es la
maldad?.
Fuimos buenos amantes y ahora somos mejores amigos.
Y es más difícil encontrar un amigo que un amante.
Además, aunque los criados hubieran jurado absoluta
discreción, un puñado de ducados bastaría para devolverle la vista a un ciego y
el oído a un sordo, pues cuando uno es pobre, el oro hace más milagros que las
oraciones.
Sin duda tienes razón, César, aunque no estoy segura
de que eso fuera malo -dijo ella pensativamente y, de repente, se dio cuenta de
que ya no estaba segura de poder reconocer el mal, sobre todo si éste se
escondía en los corazones de aquellos a quienes amaba.
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